Vagó por la calle atiborrada el suficiente tiempo como para percatarse que, aunque extraño en la ciudad, los rostros no le parecían ajenos, y en vez de divagar con su mente en asuntos todavía más extraños, se dio a la tarea de observar a los ojos a cada uno de los transeúntes, y, si bien nunca supo el nombre de ninguno, tuvo la extraña certeza de saber si habían o no, muerto.
Al día siguiente,
intrigado por la rara experiencia del día anterior, salió a la calle y,
ciertamente, pudo darse cuenta que aquel hombre que venía en dirección
contraria, no había muerto, aquel otro, recostado en un poste, tampoco había
muerto, y otro más allá que apenas sí pudo observar porque en ese momento
doblaba la esquina, tampoco había muerto.
Pero, pasmado de la veracidad de su poder
recientemente descubierto, no vio a alguien, ¡y supo que estaba muerto!, más
adelante, tampoco vio a otro, y también supo que estaba muerto, a otros tres que
no vio en sucesiva secuencia, ¡también estaban muertos!, pero el alma le volvió
al cuerpo al observar a un pobre hombre con su sombrero supino, que no estaba
muerto.
Ya con la respiración
calmada, quizás por la costumbre, al tercer día le fue mucho más fácil ejercer
su raro poder, y para aligerar las cosas se fue a la plaza de mercado donde, ya
mecánicamente sabía que si veía a alguien, no estaba muerto, y si no veía a
otro, es porque estaba muerto, raro evento que pudo constatar, una y otra vez.
Pero no se
puede guardar eternamente un secreto, y esta vez, luego de ver a muchos no
muertos y no ver a muchos muertos, quiso averiguar la razón de su extraño
poder, y se dirigió, como si supiera, al cementerio.
Rápidamente
localizó al guardián, quien, en ese preciso instante, abría una fosa.
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