La mano asesina fue detenida justo en el instante que pretendía asestar el golpe mortal.
El momentáneo
silencio subsecuente le bastó para comprender que su destino lo conducía, no
por la senda del crimen, sino por un afán mucho más incomprensible.
Por esto no opuso
resistencia a la aprehensión, y, casi, insta al agente para que lo condujera al
calabozo.
No pasó mucho
tiempo para que, valido de su verdadero instinto, obtuvo la llave de la reja, y
en el mínimo descuido, a plena luz del día, no pudo contener su amplia sonrisa
de victoria: había escapado de su celda.
Ya libre, sintió
que su ser se hallaba incompleto y en un lance, que luego explicaría al juez
como una fuerza que lo domina, incurrió en el atraco que lo condujo, de nuevo,
a la cárcel.
No se había
sentado en el camastro de cemento asignado, cuando ya había descubierto una
fisura en la rutina carcelaria, y de inmediato urdió su exitoso plan para
regresar a las calles en el fondo del contenedor de la basura.
Ya había perdido
la cuenta de sus más intrépidos escapes, que le producían, no solo enorme gozo
sino el verdadero encuentro consigo mismo.
Pero la
gendarmería ya no estaba dispuesta a tolerar otra humillación. Y esta vez,
caído en la redada con el botín del banco, fue llevado, no a la más hermética
de las celdas, sino al pabellón de la silla eléctrica.
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