El lenguaje más incomprensible no es el retruécano del escritor,
la metáfora del poeta,
la síntesis del científico,
la fantasía del niño,
la anáfora del leguleyo,
la cacofonía del loco,
la dislexia del borracho,
la anadiplosis del enamorado,
la anástrofe del traductor,
el circunloquio del político,
el eufemismo del gobernante,
la hipérbole del lacayo,
la etopeya del horoscopólogo,
el malapropismo del embaucador,
la prosopopeya del momento político,
el quiasmo del ocurrente,
la silepsis del cómico,
la sinécdoque del sabio,
la metonimia del fanfarrón,
el pleonasmo del notario,
sino el lenguaje místico del púlpito, que se apropia de una verdad, que nadie entiende.
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