Dios creó al hombre de físico aburrimiento. Quería divertirse. Se aburrió de pensar bien todas las veces e ideó un ser capaz de hacer lo que a Él nunca se le ocurriría.
Ese fue el primer pensamiento de Dios. El segundo pensamiento de Dios lo
enfrentó a un grave dilema. Si a ese ser le ordena que haga cosas que a Él
nunca se le ocurrirían, Él mismo sería el responsable de
tal ocurrencia, y como es incapaz de hacer eso, porque siempre piensa bien,
debe idear algo que le divierta de verdad haciendo cosas que a Él nunca se le
ocurrirían sin que se vea implicado en tales sucesos.
Cavilando sobre este pensamiento le surgió en un instante de lucidez,
hace aproximadamente catorce mil millones de años, una tan explosiva como brillantísima idea.
El resultado del segundo pensamiento de Dios fue tan genial, que lo
incorporó como el principal ingrediente de su creación: este fue, la libertad.
La única explicación de la existencia del universo es ese genial invento
de Dios, incorporado misteriosa e inexplicablemente en el ‘principio de incertidumbre’
(el meollo de la diversión de Dios) en el equilibrio de las cosas desde los más
elementales fundamentos de la materia, las partículas subatómicas, que, de
tumbo en tumbo, la humanidad ha identificado como la primordial batalla de su
vida: optar por hacer las cosas bien o no hacerlas bien según su consciencia.
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