domingo, 14 de mayo de 2017

EL ESPEJO



Vagó por la calle atiborrada el suficiente tiempo como para percatarse que, aunque extraño en la ciudad, los rostros no le parecían ajenos, y en vez de divagar con su mente en asuntos todavía más extraños, se dio a la tarea de observar a los ojos a cada uno de los transeúntes, y, si bien nunca supo el nombre de ninguno, tuvo la extraña certeza de saber si habían o no, muerto.

Al día siguiente, intrigado por la rara experiencia del día anterior, salió a la calle y, ciertamente, pudo darse cuenta que aquel hombre que venía en dirección contraria, no había muerto, aquel otro, recostado en un poste, tampoco había muerto, y otro más allá que apenas sí pudo observar porque en ese momento doblaba la esquina, tampoco había muerto. 

Pero, pasmado de la veracidad de su poder recientemente descubierto, no vio a alguien, ¡y supo que estaba muerto!, más adelante, tampoco vio a otro, y también supo que estaba muerto, a otros tres que no vio en sucesiva secuencia, ¡también estaban muertos!, pero el alma le volvió al cuerpo al observar a un pobre hombre con su sombrero supino, que no estaba muerto.

Ya con la respiración calmada, quizás por la costumbre, al tercer día le fue mucho más fácil ejercer su raro poder, y para aligerar las cosas se fue a la plaza de mercado donde, ya mecánicamente sabía que si veía a alguien, no estaba muerto, y si no veía a otro, es porque estaba muerto, raro evento que pudo constatar, una y otra vez.

Pero no se puede guardar eternamente un secreto, y esta vez, luego de ver a muchos no muertos y no ver a muchos muertos, quiso averiguar la razón de su extraño poder, y se dirigió, como si supiera, al cementerio.


Rápidamente localizó al guardián, quien, en ese preciso instante, abría una fosa. 

Sintió temor al ver aquel hombre, tan encorvado como gigantesco, tomar de un polvoriento maletín de labor un espejo, que, atendiendo a su pregunta, puso ante sí, y al no ver su propio rostro reflejado en él, desenmascaró de inmediato su misterio, y cayó, cuan largo es, al fondo de su tumba. 


LA REUNIÓN




Se reunieron de urgencia en alguna apartada y tranquila isla del pacífico los más importantes personajes del universo, y organizaron, para tal efecto,  una mesa redonda alrededor de un pequeño agujero negro.

Llamaron a lista, según su ubicación en la tabla y constatado el plenum expusieron el tema a tratar: la Tierra.

El Hidrógeno tomó la palabra y en tono solemne y preocupado hizo un recuento del panorama universal, expresando que, una vez revisados los planetas, soles, satélites, cometas y demás cuerpos celestes, y que no obstante en algunos de ellos se detectan gigantescos volcanes que revolucionaban totalmente el paisaje muy a menudo, así como otros emiten letales rayos que no permiten que nadie se les acerque ni a miles años luz, y muchos más lanzan gases infernales a discreción, aun así, unos y otros respetan sus lugares asignados y, en general, no hay reportes de mayores daños.

Con la mirada inquisidora sobre el sabio Carbono que escuchaba con atención el reporte suministrado por el secretario, el Hierro, quien revela con bien articulada y potente voz que se ha detectado la existencia de unos minúsculos y ridículos seres que por razones inexplicadas se han propagado por este insignificante planeta que hasta el presente ha pasado inadvertido (señalando con su dedo hacia el piso), tomándose atribuciones de una peligrosidad nunca antes vista.

Ciertamente, replicó el Plomo en tono de protesta, han abusado de mí como nunca antes había ocurrido, a lo que ripostó el Arsénico denunciando que, en forma inaudita, parece que ellos mismos se proponen desaparecer de la faz de tan minúscula roca.

Tomó la palabra el Uranio, que tiene fama de avezado gladiador cósmico, para ofrecer, generando asombro general, su propia existencia en el noble empeño de poner orden universal, fisionando su núcleo para convertir de una vez por todas a este pequeño y ya peligroso corpúsculo autodenominado La Tierra, en un hermoso y brillante anillo de arena multicolor que gire alrededor de su sol, para beneplácito de todos.

En medio de un murmullo de aceptación general, dada la gravedad de la denuncia, pidieron la palabra, dos connotados y sesudos doctores, el Sodio y el Cloro, quienes, en estricta resonancia se expresan al unísono, para exponer su moción de procedimiento en esta plenaria estelar, para pedir un compás de espera para estos molestos animalillos bípedos, dado que se han escuchado ciertos rumores que supuestamente pretenden aplacar los ánimos entre ellos mismos.

El Hidrógeno, retomando el consenso general, acepta la propuesta del sensato dúo, no obstante dejar sentada en el acta que si tal intención no es más que más de lo mismo, llamará al servicio la noble oferta del Uranio.

Una vez consignada fecha y hora del próximo cónclave, se lanza la sesión al agujero de gusano para desaparecer en fulgurante resplandor a la velocidad de la luz hacia sus respectivas moradas en el firmamento.



LA PALMADA DEL MÉDICO




¿Sirve? 

El parto, recordando a mi profe Fonnegra, es la peor paliza que alguien reciba en su vida.

Para empezar, se nace en inminente riesgo de morir por asfixia, sus alvéolos pulmonares sellados, incapaces de eliminar el gas carbónico que se acumula intoxicándolo segundo a segundo, acumulación de CO2 en su sangre que lo amorata al límite de resistencia, amenaza ominosa de muerte; si fuera poco, la presión que ejerce el canal del parto sobre su frágil cráneo, traslapa sus huesos, unos sobre otros, causa del sangrado en los débiles tejidos, la boza serohemática (si la duramadre no fuera algo más fuerte que los demás, sería muerte segura por hemorragia cerebral).

Si alguien hiciera esto con sus propias manos, sería reo de pena de muerte.

Hasta aquí ya es inaudito el riesgo de muerte, pero, al caído caerle: súbitamente cambia su tranquilo y tibio entorno uterino por otro que lo estruja y enfría, pero, quizás, el feto ni se da cuenta de esto porque la asfixia le consume toda su atención.

Para rematar, cual vía dolorosa, a alguien se le ocurre asestarle una palmada en la nalga. 

Es probable que no existan las primeras palabras, sino las primeras palabrotas, y son: “qué bruto” (o peores, con justa razón).

Tal manotazo no está previsto en el plan de natura. Si logra sobrevivir, es porque tiene un as bajo la manga: el centro respiratorio (apnéusico y neumotáxico) de su bulbo raquídeo, capta la ominosa acumulación de hidrogeniones [H+] (proveniente de la disociación del ácido carbónico,  producto de la combinación enzimática del CO2 con el H2O), para desencadenar el reflejo muscular que expande el tórax e inspire la primera bocanada del aire salvador, y con el grito más rabioso y lastimero de toda la fauna terrestre, retorna el color rozagante, para felicidad de todos, y ¡oh, injusticia!, el agradecimiento a la palmada entrometida. 

P.D: en mi ejercicio profesional, no vi la “palmada” durante la atención perinatal.

Es así: la enzima anhidrasa carbónica combina reversiblemente el CO2 (producido constantemente por la combustión celular) con H2O para producir H2CO3 (ácido carbónico), que es muy inestable y se disocia en bicarbonato HCO3 e hidrogeniones H. El aumento de H, aumenta la acidez (baja el pH) que es registrado en el centro apnéusico, lo que provoca la activación del centro neumotáxico, que excita las neuronas que producen contracción de la musculatura inspirativa (que, de paso, arrastran aire hacia los alvéolos), y luego, pasivamente, la caja torácica exhala aire, arrastrando hacia afuera el CO2 acumulado, lo que provoca automáticamente la disminución de la acidez (sube el pH). La caja torácica en reposo (durante y final de la espiración), provoca, de nuevo, la acumulación de CO2, aumento de ácido carbónico, aumento de H, baja el pH, registrado en el centro apnéusico, que activa el centro neumotáxico, etc, etc. Quien hace respirar es el H y es éste el registrado por el organismo. El oxígeno, es como un rey, que entra a su palacio, y ya todo está arreglado para que haga su trabajo, servir de comburente. El combustible es la glucosa y grasas. El producto de esta combustión, es el CO2, desecho, a su vez convertido en peón de brega sobre el que recae la mayor responsabilidad, producto del látigo de la anhidrasa carbónica.


Cualquier parecido a la vida real, es coincidencia...


EL ESCAPISTA




La mano asesina fue detenida justo en el instante que pretendía asestar el golpe mortal.

El momentáneo silencio subsecuente le bastó para comprender que su destino lo conducía, no por la senda del crimen, sino por un afán mucho más incomprensible.

Por esto no opuso resistencia a la aprehensión, y, casi, insta al agente para que lo condujera al calabozo.

No pasó mucho tiempo para que, valido de su verdadero instinto, obtuvo la llave de la reja, y en el mínimo descuido, a plena luz del día, no pudo contener su amplia sonrisa de victoria: había escapado de su celda.

Ya libre, sintió que su ser se hallaba incompleto y en un lance, que luego explicaría al juez como una fuerza que lo domina, incurrió en el atraco que lo condujo, de nuevo, a la cárcel.

No se había sentado en el camastro de cemento asignado, cuando ya había descubierto una fisura en la rutina carcelaria, y de inmediato urdió su exitoso plan para regresar a las calles en el fondo del contenedor de la basura.

Ya había perdido la cuenta de sus más intrépidos escapes, que le producían, no solo enorme gozo sino el verdadero encuentro consigo mismo.

Pero la gendarmería ya no estaba dispuesta a tolerar otra humillación. Y esta vez, caído en la redada con el botín del banco, fue llevado, no a la más hermética de las celdas, sino al pabellón de la silla eléctrica.


El corto tiempo de tranquilidad en la ciudad se vio turbado al constatar la tierra removida que demostraba su último escape, del cementerio.


GAITÁN




Al frente, la inmensa extensión del llano con sus múltiples matices de verdes; allá, a la distancia, una brumosa línea señalaba el horizonte; a la izquierda, el majestuoso círculo dorado del sol anunciaba un día caluroso; atrás, los cumulonimbos de la cordillera oriental, cada vez más lejana. El vuelo cursaba sin tropiezos, siguiendo la trayectoria sureste del río según el plan establecido.

Así pudo ser este vuelo de la avioneta monoplaza que partió de la capital, rumbo a lo profundo de la Amazonía, y que en tres horas se proponía cubrir en solitario, como ya lo habría hecho varias veces a lo largo de su experimentada carrera de piloto privado.

En Bogotá, Nora, su novia, esperaba algún mensaje de “López”, como le decía afectuosamente, una vez llegara la noche. Solía ocurrir, no obstante el moderno radioteléfono que tenía instalado en su alcoba, que no lograra ninguna comunicación sólo hasta bien entrada la madrugada.

Tal rutina ocurría a pocos años de la primera mitad de la década de los 80, un día cualquiera, que sin saberlo aun, sería su último vuelo.

“López”, que por entonces tendría unos 40 años, fue criado en un ambiente de barrio bogotano y de no ser por ciertas circunstancias de su vida, habría podido llegar mucho más alto de lo que las avionetas lo habían llevado y a las cuales se había dedicado con esmero desde que terminó su bachillerato.

Dos días de silencio fueron suficientes para que Nora sospechara seriamente que las cosas no marchaban bien. Ni en el club aéreo al cual pertenecía, ni en el aeropuerto, ni la defensa civil, daban cuenta de su paradero. No hubo noticias de ninguna emisora, pues Nora no deseaba ninguna acción más allá de la que pudieran hacer los radioaficionados, de la cual eran filiales.

Por entonces, Rafaela, la suegra de Nora, se encontraba en la ciudad de Ibagué en tratamiento de odontología. Allí se enteró, vía telefónica, de la situación angustiosa que viviría a causa de su hijo.

Ya habían pasado unas pocas semanas de infructuosas averiguaciones sobre la suerte de “López”, cuando, en otra visita a Ibagué, su odontólogo, ignorante de la penosa situación de su paciente, comentó a Rafaela de cómo cierto mago cartomántico lo llevó directo a la casa del chico que días atrás le había sustraído su reloj del consultorio, y así pudo recuperarlo.

Esta anécdota llevó a Rafaela y a Nora a la casa de este mago, pues no quiso obviar ningún medio para dar con el paradero de su hijo.

A una primera cita a la casa del mago, fue Nora, quien para este efecto madrugó desde Bogotá. Este día, en la lectura de sus cartas, el mago urgió la necesidad que debía ser la madre de “López” quien debía estar presente, pues Nora no le aportaba ninguna pista.

Así pues, con gran temor, Rafaela se presentó con Nora a la casa del mago. Esta vez, barajando y tratando de interpretar sus cartas, debió solicitar a Nora que se retirara del recinto, pues ella, sentenció el mago, interfería en su lectura.

Ya sola, Rafaela frente al mago, éste le soltó la única palabra que pudo sustraer de sus cartas sobre este caso: “Gaitán”, le dijo a secas.

Rafaela atónita y al  borde del desmayo, encontró como único medio para desahogar el tarugo que le dejó el mago, revelar el significado de tal palabra a su odontólogo.

Gaitán, el Jorge Eliécer Gaitán Ayala, le dijo con la respiración entrecortada, es el verdadero padre de mi hijo, a quién toda la vida he guardado este secreto.

Fue así que este mago cartomántico, valido de cálculos misteriosos, no halló a “López” en la espesura de la selva, pero sí en la profundidad del corazón de Rafaela.

Nota: Los nombres y algunas circunstancias son ficticios, pero la anécdota del odontólogo y su conexión con la cita del mago es real. Desconozco la veracidad de la filiación de este desaparecido piloto con Gaitán, pero quiero subrayar que cada vez los medios de comunicación masivos mencionan impresionantes conexiones “paranormales” entre las personas, que rebasan toda forma de investigación seria, y cuyo examen genera más preguntas que respuestas.


LENGUAJE INCOMPRENSIBLE




El lenguaje más incomprensible no es el retruécano del escritor, 
la metáfora del poeta, 
la síntesis del científico, 
la fantasía del niño, 
la anáfora del leguleyo, 
la cacofonía del loco, 
la dislexia del borracho, 
la anadiplosis del enamorado, 
la anástrofe del traductor, 
el circunloquio del político, 
el eufemismo del gobernante, 
la hipérbole del lacayo, 
la etopeya del horoscopólogo, 
el malapropismo del embaucador, 
la prosopopeya del momento político, 
el quiasmo del ocurrente, 
la silepsis del cómico, 
la sinécdoque del sabio, 
la metonimia del fanfarrón, 
el pleonasmo del notario, 
sino el lenguaje místico del púlpito, que se apropia de una verdad, que nadie entiende.  

LA CREACIÓN DEL HOMBRE




Dios creó al hombre de físico aburrimiento. Quería divertirse. Se aburrió de pensar bien todas las veces e ideó un ser capaz de hacer lo que a Él nunca se le ocurriría.

Ese fue el primer pensamiento de Dios. El segundo pensamiento de Dios lo enfrentó a un grave dilema. Si a ese ser le ordena que haga cosas que a Él nunca se le ocurrirían, Él mismo sería el responsable de tal ocurrencia, y como es incapaz de hacer eso, porque siempre piensa bien, debe idear algo que le divierta de verdad haciendo cosas que a Él nunca se le ocurrirían sin que se vea implicado en tales sucesos.

Cavilando sobre este pensamiento le surgió en un instante de lucidez, hace aproximadamente catorce mil millones de años, una tan explosiva como brillantísima idea.

El resultado del segundo pensamiento de Dios fue tan genial, que lo incorporó como el principal ingrediente de su creación: este fue, la libertad.

La única explicación de la existencia del universo es ese genial invento de Dios, incorporado misteriosa e inexplicablemente en el ‘principio de incertidumbre’ (el meollo de la diversión de Dios) en el equilibrio de las cosas desde los más elementales fundamentos de la materia, las partículas subatómicas, que, de tumbo en tumbo, la humanidad ha identificado como la primordial batalla de su vida: optar por hacer las cosas bien o no hacerlas bien según su consciencia.


Esto tiene a Dios sentado ante su pantalla, con sus crispetas, en su sillón celestial. 



¿CÓMO TE LLAMAS?




Algunos padres incurren en la tontería de poner a sus hijos un nombre que será una pesadilla porque en todo momento deberán dar detallada explicación de cómo se escribe, convirtiendo su nombre en una verdadera retahíla.

Esto ocurrió en una ventanilla a la pregunta de ¿nombre?, respuesta obligada que aparece entre comillas:

“Arinzon Liceth, la primera con zeta, la segunda con ce y termina en teache”.

“Liseth Vanessa, pero la primera es con ese y también termina en teache, la otra es con doble ese”.

“Marilyn Zareth, la segunda i es i griega, zaret con zeta y al final teache”.

(Sobra advertir que si no lo deletrean, la secre nunca lo escribirá correctamente).

“Yon Edidson, ¿sabe escribir yon?, jota ache, ¿no?, la otra: e, de, i latina, otra de, y al final, son”.

“Anyi Vanesa, no: a, ene, ge con la de gato, i de puntico, y e. La otra, con una sola ese, señorita”.

“Glisnaide, así como lo oye”.

“Mishell Paola, no, no, con ese, no con ce, al final doble ele”.

En este momento quería ver la cara de la secretaria cuando le dijera mi nombre, el más fácil de todos:

“Tito, sí, Tito; no, no es un sobrenombre; sí, es mi nombre de pila; mi padre se llama Gonzalo; sí, sí, a algunos les dicen así cuando se llaman igual que el papá, ¿que de dónde lo sacó?, ni idea".

Salí de esa cola pensando en mis padres con mucho recelo.


EL CRIMEN PERFECTO




Dick Tracy, ya en uso de buen retiro de la oficina de investigaciones, ofreció de nuevo sus servicios para dilucidar cierto caso que por años acumulaba el polvo del olvido en los anaqueles de la Inspección, y aunque en el fondo de sí rechazaba esta peligrosa labor, no resistió el reto impuesto por sus colegas para rematar su vida como el héroe que siempre ha sido.

Pronto metió en su bolsillo la lupa, caló su sombrero, ajustó su tv-radio-reloj pulsera, y presuroso y sin despedirse, como siempre, salió en pos de su destino.



Tess, quien guardaba por él, no admiración sino amarga resignación de viuda, al fin terminó aceptando que Dick nunca fue hombre de hogar, sino de ajenos, para ella, teatros del crimen.

Pensando así, de repente, algo cambió.

Seis rodajas gruesas de jamón con sendas rodajas de naranja, media taza de cebollitas en encurtido, media taza de azúcar y pimienta con pudín de copos de nieve, fue la cena que sirvió a Dick, quien presuroso devoró para salir de nuevo, pues ‘este caso’ no se le escapará de las manos.

Manzanas en mantequilla, ocho tiras de tocineta sofrita desmenuzada, dos cucharadas de salsa, una lata de crema de leche, cuatro cucharadas de cebolla cabezona picada con flan de queso, a más de ocho pechugas medianas, un cuarto de libra de queso fundido, media taza de perejil con torta de queso, pasta y base de hojaldre, fueron diferentes y suculentos platos de los que su marido ni se enteró por andar a las carreras.

A Tess, por entonces, lo que realmente le importaba no era el reconocimiento de su esposo por el arte culinario sino que no quedara en su plato ni una brizna, así, como rápidamente constató, tuviera que aumentar todo su ropero a cuatro tallas.

Y fue así como muy poco tiempo después de un sobre de crema de tomate, dos latas de atún escurridas, una taza de leche entera, una cebolla cabezona picada, tres cucharadas de perejil, seis claras batidas a punto de nieve con sus yemas y helado moka, así como media libra de carne molida, dos cucharadas de aceite, una taza de cebolla larga picada, un diente de ajo triturado (con algo de rabia), tres cucharadas colmadas de puré de papa, todo envuelto y sofreído en una masa de media libra de maíz precocido y acompañado con turrón de ciruelas, Dick cayó fulminado por un ataque de corazón dentro del croquis del homicidio que ya tenía resuelto.


Sam, su fiel asistente se acercó a Tess al lado del féretro a expresar mutuo sentido pésame, y ella, aún con el delantal puesto, le extendió el texto del epitafio para la tumba de su marido: “Descubrió todos los crímenes, menos el crimen perfecto”.