Al
frente, la inmensa extensión del llano con sus múltiples matices de verdes; allá,
a la distancia, una brumosa línea señalaba el horizonte; a la izquierda, el
majestuoso círculo dorado del sol anunciaba un día caluroso; atrás, los cumulonimbos
de la cordillera oriental, cada vez más lejana. El vuelo cursaba sin tropiezos,
siguiendo la trayectoria sureste del río según el plan establecido.
Así
pudo ser este vuelo de la avioneta monoplaza que partió de la capital, rumbo a
lo profundo de la Amazonía, y que en tres horas se proponía cubrir en
solitario, como ya lo habría hecho varias veces a lo largo de su experimentada
carrera de piloto privado.
En
Bogotá, Nora, su novia, esperaba algún mensaje de “López”, como le decía
afectuosamente, una vez llegara la noche. Solía ocurrir, no obstante el moderno
radioteléfono que tenía instalado en su alcoba, que no lograra ninguna
comunicación sólo hasta bien entrada la madrugada.
Tal
rutina ocurría a pocos años de la primera mitad de la década de los 80, un día
cualquiera, que sin saberlo aun, sería su último vuelo.
“López”,
que por entonces tendría unos 40 años, fue criado en un ambiente de barrio
bogotano y de no ser por ciertas circunstancias de su vida, habría podido
llegar mucho más alto de lo que las avionetas lo habían llevado y a las cuales
se había dedicado con esmero desde que terminó su bachillerato.
Dos
días de silencio fueron suficientes para que Nora sospechara seriamente que las
cosas no marchaban bien. Ni en el club aéreo al cual pertenecía, ni en el
aeropuerto, ni la defensa civil, daban cuenta de su paradero. No hubo noticias
de ninguna emisora, pues Nora no deseaba ninguna acción más allá de la que
pudieran hacer los radioaficionados, de la cual eran filiales.
Por
entonces, Rafaela, la suegra de Nora, se encontraba en la ciudad de Ibagué en
tratamiento de odontología. Allí se enteró, vía telefónica, de la situación
angustiosa que viviría a causa de su hijo.
Ya
habían pasado unas pocas semanas de infructuosas averiguaciones sobre la suerte
de “López”, cuando, en otra visita a Ibagué, su odontólogo, ignorante de la
penosa situación de su paciente, comentó a Rafaela de cómo cierto mago
cartomántico lo llevó directo a la casa del chico que días atrás le había
sustraído su reloj del consultorio, y así pudo recuperarlo.
Esta
anécdota llevó a Rafaela y a Nora a la casa de este mago, pues no quiso obviar
ningún medio para dar con el paradero de su hijo.
A
una primera cita a la casa del mago, fue Nora, quien para este efecto madrugó
desde Bogotá. Este día, en la lectura de sus cartas, el mago urgió la necesidad
que debía ser la madre de “López” quien debía estar presente, pues Nora no le
aportaba ninguna pista.
Así
pues, con gran temor, Rafaela se presentó con Nora a la casa del mago. Esta
vez, barajando y tratando de interpretar sus cartas, debió solicitar a Nora que
se retirara del recinto, pues ella, sentenció el mago, interfería en su lectura.
Ya
sola, Rafaela frente al mago, éste le soltó la única palabra que pudo sustraer
de sus cartas sobre este caso: “Gaitán”, le dijo a secas.
Rafaela
atónita y al borde del desmayo, encontró
como único medio para desahogar el tarugo que le dejó el mago, revelar el
significado de tal palabra a su odontólogo.
Gaitán,
el Jorge Eliécer Gaitán Ayala, le dijo con la respiración entrecortada, es el
verdadero padre de mi hijo, a quién toda la vida he guardado este secreto.
Fue
así que este mago cartomántico, valido de cálculos misteriosos, no halló a
“López” en la espesura de la selva, pero sí en la profundidad del corazón de
Rafaela.
Nota:
Los nombres y algunas circunstancias son ficticios, pero la anécdota del
odontólogo y su conexión con la cita del mago es real. Desconozco la veracidad
de la filiación de este desaparecido piloto con Gaitán, pero quiero subrayar
que cada vez los medios de comunicación masivos mencionan impresionantes
conexiones “paranormales” entre las personas, que rebasan toda forma de
investigación seria, y cuyo examen genera más preguntas que respuestas.